Programa Universitario de Investigación sobre Riesgos Epidemiológicos y Emergentes

 

El ciudadano atento 

La inteligencia artificial y la autoestima

Dr. Luis Muñoz Fernández 

Imagínense ustedes las reacciones que debe haber provocado Charles Darwin cuando, venciendo sus escrúpulos (no en balde David Quammen lo llamó “El reacio Mr. Darwin”) y a despecho de lo que pudiese pensar su piadosa esposa Emma, decidió hacer públicas sus ideas sobre la evolución de las especies, igualando al ser humano con el resto de los animales. Y todavía peor cuando llegó a postular que, dada la gran cantidad de simios que viven en África, lo más probable es que aquel continente fuese la cuna de la humanidad. Ya veo las cejas arqueadas y las caras de estupefacción de los aristócratas y demás miembros de la alta sociedad, tan pagados de sí mismos, al enterarse de aquellas herejías.

Ya cuatro siglos antes, asegurándose de haber fallecido primero para evitar la persecución inquisitorial, Nicolás Copérnico hizo añicos la tan querida idea de que la Tierra ocupa el centro del universo.

Y luego vendría Sigmund Freud quien, al descubrir la influencia del inconsciente y las pugnas de nuestras fuerzas psíquicas, puso en serios aprietos al libre albedrío, un concepto muy útil tanto para hacernos sentir dueños de nuestras vidas, como para justificar la existencia de un Dios bueno en un mundo donde el mal campa a sus anchas.

A esta larga historia de acoso y derribo de la autoestima humana –autoestima infundada en los casos citados– se suma ahora la inteligencia artificial, tema de una avalancha informativa que amenaza con hacer imposible la lectura meditada de todo lo que se publica cotidianamente sobre ella.

Entre lo mucho que se dice, Éric Sadin, escritor y filósofo francés, señala lo siguiente:

“Hay un fenómeno destinado a revolucionar de un extremo a otro nuestras existencias. Se cristalizó hace muy poco, apenas una década. Sin embargo, nos cuesta apresarlo del todo, como si estuviésemos todavía pasmados por su carácter repentino y su potencia de deflagración… Podemos, sin embargo, identificar su origen: se trata de un cambio de estatuto de las tecnologías digitales… De ahora en adelante ciertos sistemas computacionales están dotados –nosotros los hemos dotado– de una singular y perturbadora vocación: la de enunciar la verdad… Lo digital se erige como una potencia aletheica, una instancia consagrada a exponer la aletheia, la verdad, en el sentido en que la definía la filosofía griega antigua, que la entendía como develamiento, como la manifestación de la realidad de los fenómenos más allá de sus apariencias.

Lo digital se instituye como un órgano habilitado para peritar lo real de modo más fiable que nosotros mismos, así como para revelarnos dimensiones hasta ahora ocultas a nuestra conciencia. Y en esto asume la forma de un tecno-logos, una entidad artefactual dotada del poder de enunciar, siempre con más precisión y sin demora alguna, el estado de las cosas”.

Este poder que le estamos otorgando a la inteligencia artificial –definir lo que es verdad mejor que nosotros– es para mí uno de los más inquietantes. Mark Coeckelberg, profesor de Filosofía de la Tecnología y los Medios de Comunicación en la Universidad de Viena, insiste en la necesidad de discutir los problemas éticos y sociales que plantea la inteligencia artificial (IA):

“La IA puede tener muchos beneficios… Pero sus aplicaciones cotidianas muestran también que las nuevas tecnologías plantean problemas éticos… Hoy día, la inteligencia artificial parece asestar otro golpe a la autoimagen de la humanidad. Si una máquina puede hacer esto, ¿qué queda para nosotros? ¿Qué somos? ¿Somos simplemente máquinas? ¿Somos máquinas inferiores, con demasiados defectos? ¿Qué será de nosotros? ¿Nos convertiremos en esclavos de las máquinas?”

Rendidos al dulce arrullo de las sirenas digitales, se nos está yendo la oportunidad de pensar serenamente en las consecuencias de lo que está ocurriendo frente a nuestras narices.

Comentarios a : cartujo81@gmail.com

Artículos anteriores:
Un cirujano singular (quinta y última parte)
Un cirujano singular (cuarta parte)
Un cirujano singular (tercer parte)
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