El ciudadano atento
El deber olvidado
Dr. Luis Muñoz Fernández
Cuando mi padre entró en la etapa final de su enfermedad, un cáncer de próstata avanzado, sus médicos se fueron alejando poco a poco, como suele suceder cuando técnicamente ya no hay mucho que ofrecer. No sé si supusieron que al ser yo también un médico podría hacerme cargo de él. Pero yo no podía ser su médico, yo era su hijo. Sólo un médico me propuso cuidarlo y así lo hizo hasta el final. Hoy yo considero a ese médico mi hermano y lo quiero como tal.
El prestigioso Centro Hastings para la Bioética señala que la medicina tiene cuatro fines principales: 1)La prevención de las enfermedades y la promoción de la salud, 2)El alivio del dolor y el sufrimiento, 3)La atención y curación de los enfermos y el cuidado de los incurables y, 4)Evitar las muertes prematuras y procurar muertes tranquilas.
De todos esos fines, es justamente “procurar muertes tranquilas” el que la mayoría de los médicos se resiste a asumir como suyo. En las primeras líneas de Los fines de la medicina (Cuadernos de la Fundació Víctor Grífols i Lucas, 2005), el Centro Hastings se plantea esta pregunta: ¿La medicina es necesariamente enemiga del envejecimiento y la muerte?
En la actualidad, cuando mediante la tecnología somos capaces de mantener con vida el cuerpo de quienes en otras circunstancias ya habrían fallecido, los médicos debemos replantearnos la obsesión por salvar vidas a toda costa que se nos inculca desde que empezamos a acudir a las aulas universitarias. Necesitamos reflexionar sobre nuestro papel frente a los enfermos terminales y repensar nuestras ideas sobre lo que significa la muerte y su lugar en la vida de los seres humanos. Como médicos tenemos un deber frente a la muerte. Y tal parece que lo hemos olvidado.
Si estamos dispuestos a “procurar muertes tranquilas” a nuestros pacientes en su trance final, debemos escuchar otras voces, incluyendo las de los propios enfermos. Una de esas voces es la de la doctora Iona Heath, médica general inglesa que ejerció la profesión de 1975 a 2010 en la región de Camden, uno de los suburbios más pobres de Londres y presidió el Royal College of General Practitioners de 2009 a 2012. En su libro Ayudar a morir (Katz Editores, 2008) afirma lo siguiente:
“Los lineamientos de la atención médica parecen cada vez más producto de protocolos empíricos cuya naturaleza hace que se considere a los pacientes como unidades estandarizadas de enfermedad. Esos protocolos no tienen manera de dar cabida al relato de cada individuo, a los valores, a las aspiraciones y las prioridades de cada persona diferente y a las formas en que los mismos van cambiando con el tiempo. El resultado es que una intervención empírica racional de eficacia comprobada puede terminar por ser inapropiada, antieconómica e inútil”.
Así e incluso desde la escuela, los médicos tenemos que prepararnos para atender ese deber con la muerte. No es tarea fácil. Así lo ve el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer:
«El médico enfrenta problemas terribles, sobre todo en lo que respecta a atender a los moribundos. ¿En qué medida puede el médico tratar de aliviar el sufrimiento del paciente si lo que elimina es no sólo el dolor del paciente sino también su “persona”, la libertad y la resposabilidad en relación con su propia vida y, en última instancia, hasta la conciencia de su propia muerte?»
Iona Heath cita esta palabras de Guido Ceronetti, escritor y periodista italiano:
“Cuando llegue la enfermedad fatal, espero estar lúcido y que se me ayude a verla con claridad; el problema será cómo resistir, cómo evitar el tratamiento sin demasiado sufrimiento natural. La enfermedad es menos atemorizadora si se reflexiona sobre ella. Los interminables exámenes, los tratamientos y todo el aparato médico no me tranquilizan; me angustian. Voy a luchar por tener poder, en lugar de ofrecer con calma mi flanco a un ungüento. El problema más urgente será encontrar un médico, no una cura”.
Hoy es más necesario que nunca que el médico sea un maestro en el trato con la muerte.
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