El ciudadano atento
Cuatro años
Dr. Luis Muñoz Fernández
Se fue hace cuatro años, pero sigue siendo una presencia constante en mi vida. No es rara la ocasión que al regresar por la noche del laboratorio en mi automóvil y ante alguna noticia radiofónica que me lo recuerda, le empiece hablar en voz alta para comentársela, sobre todo en catalán, echando mano del nutrido y variopinto repertorio de calificativos que usábamos en aquellas conversaciones telefónicas casi diarias a las que él bautizó como “Radio Macuto, el chisme al minuto”.
Rasco en las capas de la memoria y acuden a mí numerosos momentos de nuestra historia compartida antes de llegar a México. Aparece nítida la imagen de una carretilla de madera de color azul (claro, creo), ya inservible, que él convirtió en un fuerte tachonándola con clavos unidos por cuerdas para que yo pudiese “jugar a los indios”(así les decíamos entonces) simulando batallas en el fuerte sitiado con las pequeñas figuras de plástico de soldados, vaqueros y pieles rojas.
También recuerdo una espada de madera y un escudo de grueso cartón que él mismo decoró (era buen dibujante) para que yo jugase a ser Alejandro Magno, aquel rey macedonio cuya biografía me había entusiasmado. No descarto que esa admiración hacia el antiguo guerrero se debía a que tenía el mismo nombre de mi hermano. Él se llamaba Alejandro por nuestro padre y abuelo paterno. Yo me llamo Luis por nuestro abuelo materno. Los Alejandros eran madrileños. El Luis, gallego.
Ahora que lo pienso, mi parecido con aquel personaje de la antigüedad debió haber sido tan escaso como el que yo tenía con mi hermano. Fuimos distintos en cuerpo y alma, pero aprendimos con el paso de los años que esas diferencias, lejos de separarnos, nos unían porque nos hacían complementarios. Aunque me lo dijo más de una vez en vida, tras su muerte han sido varios los testimonios que me han llegado de la admiración y el orgullo que me profesaba. Puedo decir, y también se lo dije en vida, que en eso, como en otras muchas cosas, era plenamente correspondido.
En esa foto, tomada¬ –¿por nuestro padre?– en las llamadas pistas de atletismo de Sabadell, aparecemos con cara de preocupación. Nótese que los dos usábamos pantalón corto, prenda que en aquella época era casi obligatoria para los varones hasta entrar en la edad adulta. En ese momento estábamos lejos de sospechar que en unos años más nuestras vidas se desarrollarían muy lejos de allí, en otro continente. En Aguascalientes, Alejandro ensayaría con acierto la fórmula que le granjeó tanta estima: trascender a través del servicio a los demás. Ser útil todos los días sin distinguir a quién.
Lo invoco con frecuencia dirigiendo mi mirada a su efigie, una impresión en tercera dimensión a partir de una fotografía suya que mi sobrino Santiago me regaló poco después de su muerte. Luce saco y corbata, que llevaba a diario porque se tomaba muy en serio su cargo de cónsul honorario de España en Aguascalientes y Zacatecas. Ya en las tardes y noches, en su papel de taquero, como el mismo se calificaba, se vestía con ropa informal y se convertía en el espíritu del Mesón.
Aunque en el fondo sólo se inclinaba ante la superioridad del intelecto y de los buenos sentimientos, sabía guardar las formas hacia las autoridades civiles y eclesiásticas con las que tuvo que tratar con frecuencia. Eso sí, le dolía en lo más profundo la injusticia con la que actuaban muchos políticos, gobernantes y gente pudiente, y también la hipocresía con la que vivían en las antípodas del verdadero cristianismo muchos de los religiosos de distinta jerarquía con los que se relacionó, ya fuese como cónsul, como taquero o como las dos cosas.
Al evocarlo, siempre vienen a mi mente unos versos que Henry David Thoreau le dedicó a su amado hermano John, muerto inesperadamente de tétanos tras cortarse mientras se afeitaba:
Adondequiera que navegues, navegas conmigo,
Aunque ahora asciendas montañas más elevadas,
Y ríos más puros remontes,
Sé mi Musa, Hermano mío.
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